"Tal vez el Edén, como lo quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos ratos fetales que perviven en el inconsciente. " Así habló Cortázar.

28 marzo 2012

Realismo tragicómico

Indignados, indignación, ¡Indignaos! Así en imperativo... En España la invitación a la indignación es una moda que no pasa de ser eso, una moda. No es que el pueblo no esté cansado, seguramente una parte de ellos lo está, pero de nada sirve que se reúnan en una plaza y se pongan originales con los cartelitos: "Manos arriba, esto es un atraco", "No somos mercancías en manos de políticos y banqueros", claro que no queremos serlo, pero lo somos, y para ser justos habría que agregar, a los políticos y a los banqueros, a los medios de comunicación. Porque, ¿de qué sirve la indignación de un pueblo si a los medios de comunicación se lo pasan por el forro de los calcetines y los lideres intelectuales de un país que se va a pique miran para otro lado?
Ayer un contacto de Facebook compartía una nota escueta pero bastante iluminativa de Jaime Ortega sobre la acción del gobierno argentino en el válido intento de recuperación del saqueo de la petrolera YPF. A Ortega le hice llegar mi satisfacción por su artículo y le agregué además una acotación por una frase suya en la que nos dice que "A pesar de que medios europeos, y particularmente los españoles, han informado de manera más o menos cabal de los acontecimientos..." 
Mi comentario fue: "Si buscas en internet información de los medios españoles sobre el tema, aparecen pseudo noticias que hacen referencia a la fluctuación de las cotizaciones y poca cosa más. En papel encontré ayer una nota en La Vanguardia, asco de diario, en la que un personaje llamado Robert Mur (Periodista nacido en Barcelona, afincado en Sudamérica como corresponsal que lo que tendría que hacer es dedicarse a la penya del orto del Barsa que preside en Chile), un títere que lo único que hace es desinformar guiado por los intereses del diario que a la vez sigue sin escrúpulos los intereses de los grupos económicos que manejan este país. Lamentablemente no tengo la nota en la red, porque me encantaría copiar y pegar o compartirla pero te puedo asegurar que es vergonzosa, como la mayoría de las letras periodisticas que llegan desde Sudamérica a España en forma de corresponsalías, y acá, por supuesto, se comen la pastilla."

Esta mañana intenté publicar un comentario en el blog de Mur en La Vanguardia pero fue imposible, la compuatadora me dijo NO, todo el tiempo, me recordó a cualquier intento de reclamo en Movistar o Vodafone, o peor, me sentí participando en uno de los programas de la serie británica Little Britain Computer say no.

El blog de Mur es vergonzoso, lamentable, y mi apreciación tuve que enviársela en un correo privado: No las tienen. Este tipo se piensa que porque se para un rato en La Pampa y deja caer la lapicera está haciendo realismo mágico. Mur, es muy alevosa la bajada de línea del diario en tus notas, sobretodo cuando te toca hablar de Cristina Fernandez. ¿Por qué, por ejemplo, no hacés una nota sobre las investigaciones que va a comenzar la juez Servini de Cubría sobre los crímenes del franquismo? ¿Que, no es importante? ¿O no lo es tanto como la repartija de melones en Mendoza? ¿Y eso es pan y circo? Te cuento que vivo en Barcelona y Pan y Circo y Realismo que nada tiene de mágico sino más bien tragimágico se vive en tu país cada día y como sabrás (porque en tu perfil dice que sos periodista) y si no lo sabés te cuento (porque yo no soy periodista, soy ciudadano y estoy informado) que esto va a más.
Lo tuyo, Mur, es indignante.
Este tipo es Robert Mur, y se cree gracioso o García Marquez, a cual no sé que es peor. 
Esta gente vende realismo mágico, hace realismo sucio, pero no en el sentido literario del término sino en el sentido literal. Y la gente, indignada como está, compra La Vanguardia, y se come la pastilla.

23 marzo 2012

Sueño: "El tereso intergaláctico"

Estoy en Japón, con Pancho Ibañez, que es mi amigo, se acerca una especie de cohete que está zarpadísimo en bueno, Pancho sabe mucho de cohetes, no obstante sigue sabiendo mucho de lacteos y deporte, me dice, mirá: el cohete se subdivide en cuatro cohetitos, cada uno hace una pirueta y saca humo, pero el humo no es de que están fundiéndose, es de que son muy sofisticados, yo miro, Pancho me mira con cara de ¿viste?, y me dice: "Ahora se va a transformar en forma de tereso intergaláctico", usa esas palabras. El coso se transforma en un tereso intergalactico y sale como chicotazo. Fin.


20 marzo 2012

Una argentinada

Es peligroso tener un HDP adelante. Más peligroso es tener delante a un imbécil o detrás o encima de uno. Esto transcurre en el patio de recepción del museo del Louvre, lugar muchas veces imaginado por mí, en mi imaginación lo visitaba, por fin iba, y una vez fui. Llegué con mi mujer, ella ya había estado por lo tanto su percepción distaba de la mía aunque nuestros placeres iban de la mano, como nosotros. El enorme playón de cemento se extendía despreocupado hasta que una gran pirámide de cristal se erigía contrastando modernidad con el arte antiguo que descansaba debajo, lo burdo con lo hermoso, escasos metros y un precio que me pareció razonable se interponían entre mi excitación y La Gioconda, que a priori acaparaba mi mayor interés, delante de la pirámide un laberinto de cintas estaba dispuesto para organizar a miles de visitantes que habían faltado a la cita puesto que además de nosotros había solo un puñado de gente amontonada en la boletería y dos o tres parejas que zigzagueaban guiados por las cintas intentando llegar a la entrada, al verlos entendimos que no nos quedaba otra que ingresar por el origen del laberinto para no burlar el orden de llegada y así lo hicimos. Cuando ya habíamos sorteado cuatro o cinco giros vimos como una familia tipo (hombre, mujer, niño, niña) levantaban el cordón a pocos metros del final, se nos adelantaban en nuestras narices. Impulsados por la ira apuramos el paso hasta acercarnos, entre tanto observamos en ellos características propias de holandeses o alemanes y recuerdo mascullar insultos a sendos países, a sus constituciones e idiosincrasias, me recuerdo también pensando en cosas que reforzaban mi orgullo nacional, honrando mis orígenes pampeanos, enalteciendo mi bondad cívica proveniente exclusivamente del legado que mi patria nos había atribuido a nosotros y a todos mis compatriotas. Cuando por fin estuvimos pegados a sus espaldas dejé salir mi odio en forma de algo que me pareció una aguda ironía: ¡Qué bien! Dije en perfecto español mirando ora a mi mujer, ora a los listos “adelantados” con los ojos inyectados de sangre rabiosa: Está muy bien enseñarles desde chicos, para que lo aprendan bien, para que sepan cómo manejarse en el futuro. Mi mujer me seguía el juego y entre ambos dijimos una serie de barbaridades que como suponíamos que los holandeses o alemanes no entenderían completamos con miradas inquisidoras y gesticulaciones casi amenazantes para que el diálogo o el monólogo alcanzara ribetes de entendimiento universal, intentando que nuestra queja se comprendiera en la Selva Negra o en las desabridas calles de Ankara. Así avanzamos unos cuantos metros juntos, los alemanes u holandeses adelante y nosotros detrás de ellos como dos lobos indignados, hasta que el padre de la familia, el jefe de la maniobra se frenó en seco y mirándome dijo en perfecto argentino, con inconfundible acento pampeano o criollo o porteño o santafesino: Pasá. Izó del brazo a su mujer que a la vez izaba de los hombros a sus hijos en lo que era un gesto familiar de cedernos el paso con tal de que menguaran nuestros improperios. Pasá me dijo. Con mi mujer pasamos, por supuesto que pasamos le dije y no podía quitarle los ojos de encima al padre de esa familia de compatriotas, unos ojos, los míos, que seguían inyectados de sangre pero que ahora alimentaban su expresión con una tristeza infinita, unos ojos dueños de la decepción del que se descubre traicionado por su hermano, por aquel amigo con el que ha brindado llorando de pena en interminables noches de dolor. La tristeza de los ojos de La Gioconda, entre el cordón perimetral de un patio de cemento gris como las vidas grises. Una vez delante de ellos mi mirada y la mirada de mi mujer se cruzaron queriendo ayudarse, sin lograrlo, idénticas vergüenzas nos abarcaron sin poder unirse aunque iban de la mano, como nosotros. Ya estábamos llegando a la caseta que nos vendería los tickets para entrar al museo y el silencio nuestro era antártico, el silencio del mundo era tan potente y denso como la capa que habita la superficie del río más contaminado de todos los ríos contaminados, sucio. Un silencio que se vería alterado por la última frase de la mujer, la madre que no fue alemana ni holandesa sino la mujer de mi amigo traidor, una frase compuesta por cuatro palabras y unos puntos suspensivos: “Y bue… una argentinada”.

Una vez en el interior del museo, tanto mi mujer como yo, que no quisimos desunir nuestras manos en una especie de pacto tácito de unión ante la vergüenza propia y ajena, buscamos La Gioconda. Cuando la encontramos coincidimos en varias apreciaciones. Por un lado creímos ambos que resultaba imposible contemplar una obra entre el incesante transito de cabezas, en su mayoría asiáticas, atiborradas frente al cuadro, cabezas cuyas bocas proferían un bullicio alcohólico que se complementaba con el rugir de cientos de flashes, como disparos, conformando un murmullo infernal; pensamos pese a las dificultades para observar en lo increíble de la mirada de esa mujer, pintada hace ya varios siglos, en lo frenético de la persecución que esos ojos hacían sobre los nuestros, se los mirara desde donde se los mirara; encontramos muchísimos rincones del enorme museo (incluso sectores donde no se expone ninguna obra, sino que la obra se conforma por la simple vista, o el mero aire, o el pequeño momento que transcurre mientras uno está ahí parado) que nos resultaron más valiosos que el cuadro de Leonardo; finalmente como punto fundamental del pacto silencioso que habíamos firmado con vergüenza en la puerta del museo nos comprometimos a avasallar nuestras mentes con todo lo bello que pudiéramos ver en nuestro recorrido para tapar, borrar o sepultar el sofoco que se nos había incrustado como un mal olor. Y lo conseguimos.