"Tal vez el Edén, como lo quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos ratos fetales que perviven en el inconsciente. " Así habló Cortázar.

20 marzo 2012

Una argentinada

Es peligroso tener un HDP adelante. Más peligroso es tener delante a un imbécil o detrás o encima de uno. Esto transcurre en el patio de recepción del museo del Louvre, lugar muchas veces imaginado por mí, en mi imaginación lo visitaba, por fin iba, y una vez fui. Llegué con mi mujer, ella ya había estado por lo tanto su percepción distaba de la mía aunque nuestros placeres iban de la mano, como nosotros. El enorme playón de cemento se extendía despreocupado hasta que una gran pirámide de cristal se erigía contrastando modernidad con el arte antiguo que descansaba debajo, lo burdo con lo hermoso, escasos metros y un precio que me pareció razonable se interponían entre mi excitación y La Gioconda, que a priori acaparaba mi mayor interés, delante de la pirámide un laberinto de cintas estaba dispuesto para organizar a miles de visitantes que habían faltado a la cita puesto que además de nosotros había solo un puñado de gente amontonada en la boletería y dos o tres parejas que zigzagueaban guiados por las cintas intentando llegar a la entrada, al verlos entendimos que no nos quedaba otra que ingresar por el origen del laberinto para no burlar el orden de llegada y así lo hicimos. Cuando ya habíamos sorteado cuatro o cinco giros vimos como una familia tipo (hombre, mujer, niño, niña) levantaban el cordón a pocos metros del final, se nos adelantaban en nuestras narices. Impulsados por la ira apuramos el paso hasta acercarnos, entre tanto observamos en ellos características propias de holandeses o alemanes y recuerdo mascullar insultos a sendos países, a sus constituciones e idiosincrasias, me recuerdo también pensando en cosas que reforzaban mi orgullo nacional, honrando mis orígenes pampeanos, enalteciendo mi bondad cívica proveniente exclusivamente del legado que mi patria nos había atribuido a nosotros y a todos mis compatriotas. Cuando por fin estuvimos pegados a sus espaldas dejé salir mi odio en forma de algo que me pareció una aguda ironía: ¡Qué bien! Dije en perfecto español mirando ora a mi mujer, ora a los listos “adelantados” con los ojos inyectados de sangre rabiosa: Está muy bien enseñarles desde chicos, para que lo aprendan bien, para que sepan cómo manejarse en el futuro. Mi mujer me seguía el juego y entre ambos dijimos una serie de barbaridades que como suponíamos que los holandeses o alemanes no entenderían completamos con miradas inquisidoras y gesticulaciones casi amenazantes para que el diálogo o el monólogo alcanzara ribetes de entendimiento universal, intentando que nuestra queja se comprendiera en la Selva Negra o en las desabridas calles de Ankara. Así avanzamos unos cuantos metros juntos, los alemanes u holandeses adelante y nosotros detrás de ellos como dos lobos indignados, hasta que el padre de la familia, el jefe de la maniobra se frenó en seco y mirándome dijo en perfecto argentino, con inconfundible acento pampeano o criollo o porteño o santafesino: Pasá. Izó del brazo a su mujer que a la vez izaba de los hombros a sus hijos en lo que era un gesto familiar de cedernos el paso con tal de que menguaran nuestros improperios. Pasá me dijo. Con mi mujer pasamos, por supuesto que pasamos le dije y no podía quitarle los ojos de encima al padre de esa familia de compatriotas, unos ojos, los míos, que seguían inyectados de sangre pero que ahora alimentaban su expresión con una tristeza infinita, unos ojos dueños de la decepción del que se descubre traicionado por su hermano, por aquel amigo con el que ha brindado llorando de pena en interminables noches de dolor. La tristeza de los ojos de La Gioconda, entre el cordón perimetral de un patio de cemento gris como las vidas grises. Una vez delante de ellos mi mirada y la mirada de mi mujer se cruzaron queriendo ayudarse, sin lograrlo, idénticas vergüenzas nos abarcaron sin poder unirse aunque iban de la mano, como nosotros. Ya estábamos llegando a la caseta que nos vendería los tickets para entrar al museo y el silencio nuestro era antártico, el silencio del mundo era tan potente y denso como la capa que habita la superficie del río más contaminado de todos los ríos contaminados, sucio. Un silencio que se vería alterado por la última frase de la mujer, la madre que no fue alemana ni holandesa sino la mujer de mi amigo traidor, una frase compuesta por cuatro palabras y unos puntos suspensivos: “Y bue… una argentinada”.

Una vez en el interior del museo, tanto mi mujer como yo, que no quisimos desunir nuestras manos en una especie de pacto tácito de unión ante la vergüenza propia y ajena, buscamos La Gioconda. Cuando la encontramos coincidimos en varias apreciaciones. Por un lado creímos ambos que resultaba imposible contemplar una obra entre el incesante transito de cabezas, en su mayoría asiáticas, atiborradas frente al cuadro, cabezas cuyas bocas proferían un bullicio alcohólico que se complementaba con el rugir de cientos de flashes, como disparos, conformando un murmullo infernal; pensamos pese a las dificultades para observar en lo increíble de la mirada de esa mujer, pintada hace ya varios siglos, en lo frenético de la persecución que esos ojos hacían sobre los nuestros, se los mirara desde donde se los mirara; encontramos muchísimos rincones del enorme museo (incluso sectores donde no se expone ninguna obra, sino que la obra se conforma por la simple vista, o el mero aire, o el pequeño momento que transcurre mientras uno está ahí parado) que nos resultaron más valiosos que el cuadro de Leonardo; finalmente como punto fundamental del pacto silencioso que habíamos firmado con vergüenza en la puerta del museo nos comprometimos a avasallar nuestras mentes con todo lo bello que pudiéramos ver en nuestro recorrido para tapar, borrar o sepultar el sofoco que se nos había incrustado como un mal olor. Y lo conseguimos.


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