"Tal vez el Edén, como lo quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos ratos fetales que perviven en el inconsciente. " Así habló Cortázar.

30 enero 2012

Vil metal


Siento la adrenalina del tobogán plateado. Intento agarrarme imaginando mis manos e imagino también mis ojos y mi boca que se abren bien grandes, si bien no podría describírselos, aunque dicen que tengo cara. Ahí voy… Libre otra vez... Pero quién puede llamar libertad a este manoseo de dedos descuidados y a la displicencia con que me tiran en esto que parece un bolso, en el que reposo, que huele a algo que alguna vez quiso imitar al cuero; a quién quieren hacer creer autónomo en el terremoto en el que me encuentro ahora, saltando sin sentido de un lado a otro de este bolsillo entre papeles mal doblados, un bolígrafo sin tapa, la tapa que aparece ahora, y una mezcla asquerosa de la que alcanzo a reconocer: trozos de papel minúsculos, migas de pan y (esto lo descubro totalmente perplejo) arena. Acabo de sentir la chicharra que anuncia el cierre de las puertas del metro y de inmediato mi portador se detiene, la calma vuelve. Creo que habito en una especie de morral con al menos dos compartimentos, alguien (supongo que el propietario, pero lo mismo me da) extrae algo de un sector en el que yo no estoy: imagino un libro. El andar es tranquilo, salvo por leves movimientos que atribuyo a las suaves curvaturas de las vías y que a mí me resultan armoniosos, será porque, si bien (como ya he dicho) este nuevo estado no es idílico, en mi anterior morada, esa caja metálica y electrónica, las horas o los días se hacen eternos, cruel espera en una pila de seres idénticos a mí, iguales en el peso, en el valor, en la tristeza. Pero no quiero recordar ya mi última reclusión en aquella máquina expendedora, que debe haber sido la primera, que espero que haya sido la última. Prefiero entregarme a la danza sutil férrea, la oscuridad del encierro me permite concentrarme en una música abstracta y sofisticada llena de vaivenes dóciles, hasta que una miga de pan de una décima parte de mi tamaño se posa sobre mí, se cuela a mi costado, me despista, me llena de rabia, me lleva a maldecir a aquel o aquellos que osaron atribuirle al pan bondad absoluta e infalible. Por suerte u obra de mi portador la miga de pan sale disparada hacia el extremo opuesto al mío, queda a mi lado la tapa del bolígrafo, pero no molesta, pobre diabla, ser parte de algo y carecer de importancia su existencia o su pérdida, porque qué humano se pone a buscar el remplazo de una tapa de bolígrafo…

El paso de mi nuevo dueño es apurado, escalón, escalón, este hombre sube de a dos los peldaños, tiene prisa o está loco, pienso. Acabada la ascensión (que para mí no fue otra cosa que una seguidilla de saltos epilépticos) mi portador parece seguir a buen ritmo, zigzaguea una y otra vez… ¡Oiga hombre! De repente un temblor tremendo que dura un segundo hace que salga despedida, golpeo contra un borde, resbalo a media altura y caigo en uno de los vértices inferiores del saco, la punta del bolígrafo embarrada de tinta me presiona y me mancha, y siento arena y mugre hasta la cintura que siempre quise tener, me siento ultrajada e infravalorada, como en una abrupta inflación, como en manos de un multimillonario, inútil, ignorada. Ahora, mientras seguimos a paso firme (mis compañeros ocasionales y yo, y quien nos lleva) fantaseo con exponerme al mundo exterior, con toparme con mis pares, me imagino participando de algún interesante intercambio comercial, siendo parte de alguna inversión o trueque que me regale instantes de luz y razón de ser. Mi portador se detiene y su bolso (es decir, nosotros) es depositado en alguna superficie. Así permanecemos un rato en un sitio calmo, en un rato de distención, se escucha un murmullo cuya sordidez se acentúa por lo hermético de mi aislamiento, sin embargo puedo captar algunos de los variopintos sonidos propios de una plaza o parque céntricos, alguien rasga una guitarra y canta o ladra con no poca pasión y cuando acaba se oyen tímidos aplausos cercanos a donde estoy, me exalto porque huelo la posibilidad de mi entrada en la acción, el bolígrafo, inerte, sólo despide un poco más de su pegajosa tinta, y su tapa, inexpresiva, sigue perdida en la nada de su ser, cerca de mí. No hay movimiento alguno en el bolso, puesto que la guitarra empieza a sonar otra vez junto con la voz rasposa y pasional, mi portador saluda y pide una cerveza, vuelve a extraer algo del bolso, o al menos siento al otro lado de esta negra pared movimientos que eso me sugieren. Ahora pienso en las dos posibilidades que tengo de ver la luz, de cambiar de mano: me veo recogido por el camarero, que me recibe como pago de una cerveza, me deposita en la caja registradora directamente o con paso previo por su riñonera, así surge la posibilidad de ser parte de un nuevo cambio para otro cliente o de acabar en las arcas del bar hasta el día siguiente, aquí veo un porvenir oscuro, un nuevo encierro; la otra opción es ser parte o la totalidad de la recompensa para el músico de voz rasposa, en ese caso el futuro es incierto, abierto a aventuras que no puedo imaginar pero que me seducen sobremanera. Pensando en mi destino próximo se desvanecen varios minutos, vuelven los aplausos espaciados, desganados, y la voz del guitarrista vuelve a aparecer, pero ahora en forma de diálogos agradece una y otra vez, acaso la terraza en la que creo que estoy desborda de generosidad, o bien este hombre opta por reconocer de igual forma a desprendidos y tacaños, lo cierto es que la compuerta o el techo de mi morada es abierto por los dedos desaliñados de mi portador que escarban, se llevan el bolígrafo (por supuesto no dan cuenta de la tapa que se pudre en la inutilidad absoluta) y cuando regresan, dos de ellos, índice y pulgar, me elevan e inspeccionan. En este acto no sólo logro recibir destellos de un sol violento que alcanza a rebotar en el cuproníquel que me conforma y en el rostro del monarca que me representa vitaliciamente, en ese par de ojos estériles que reflejan poder necio, también alcanzo a ver la expresión de mi portador que, luego de analizarme, declara la fugaz alegría de quién te ha subestimado y que ahora descubre tu verdadero valor. Esto me llena de gozo, aunque caigo en cuenta de que ese reconocimiento, sobre mi valor, es la única razón de mi retorno al saco, mi regreso al estancamiento. Un rato después se abre el cielo nuevamente y dejan caer al bolígrafo en el saco, su punta está limpia, inmaculada, además apunta hacia donde estoy y creo notar la cadencia en sus bordes de aquel que se siente realizado, del que ha cumplido con creces los requerimientos, noto como se engríe esa simple lapicera y me hundo en la envidia y el desánimo, al punto tal que paso por alto el ingreso en el bolsillo de nuevos habitantes, a mi lado descansa ahora un papel arrugado que me quintuplica en valor y más allá, amontonadas, unas cuantas piezas de metal, una de ellas sé que me duplica, las otras no alcanzo a reconocerlas con puntualidad pero por su color y tamaño son claramente inferiores a mí. 

La situación aquí dentro se torna ahora más compleja, mi atención en esta nueva dificultad no me permite comprender que estamos andando otra vez hasta que los indicios del movimiento se hacen extremos. Seguimos marcha pero sólo por un momento, nuestro portador se detiene, al parecer para observar un espectáculo. Llegan hacia el interior resquicios de una música que notoriamente no es en vivo, la calidad del sonido y el contenido son precarios por no decir nefastos. Pero aquí los aplausos son ensordecedores, se entrelazan con silbidos y bravos y ole y venga y se escuchan enhorabuenas, marcadas aprobaciones, se alienta a que continúen, el público desborda de entusiasmo, y hasta nuestro portador parece agitar sus palmas y nosotros nos bamboleamos al ritmo del festejo. Con él me encuentro otra vez, con sus dedos que vuelven a escarbar para atraparme, y esta vez, lo sé, es definitiva. Su dedo pulgar me levanta, una capa de mugre se aloja bajo su uña, el índice me presiona y entre ambos me ponen de frente con la sonrisa de un muchacho que ronda los treinta años, cuyos dientes, desprolijos y manchados, me expresan entusiasmo por el espectáculo y un leve, aunque decoroso, respeto por mí, ahora que me entrega. Para entregarme el muchacho de los dientes ambarinos se acerca hasta un sombrero gris, que hace las veces de recaudador, se inclina y me arroja con no poca destreza, yo doy un par de vueltas en el aire y caigo en el único pliegue que tiene el sombrero, quedo entonces en una posición privilegiada si esto se tratara de un anfiteatro cuya única grada es este doblez en el que descanso, a mis pies, si contara con ellos, en el foso del sombrero, se acumula el resto de la recaudación, que no es poca cosa. No es para menos, pienso después de ver como mi antiguo portador se pierde, siempre a buen ritmo, entre las muchísimas cabezas que colman la plaza, los artistas son unos virtuosos gimnastas, grandes malabaristas. Se trata de un grupo de cinco o seis tipos atléticos, cuyos rasgos aseguran su procedencia del norte de África y cuyo desempeño en el cemento de la plaza, claramente, es resultado de una práctica constante y concienzuda. Arranca uno de ellos la carrera, ejecuta uno, dos, hasta cinco rondó flic flac a una velocidad vertiginosa y cuando llega hasta donde se encuentran tres de sus compañeros, sin detenerse, los elude haciendo un salto mortal sobre ellos, y cae perfectamente, saludando. El público estalla en un rugido heterogéneo de aprobación. Así una y otra vez a medida que cada uno de los gimnastas realiza su carrera, los ejercicios que despliegan son similares unos a otros, salvo por alguna variación, todos empiezan con un grado de dificultad menor y lo van complejizando hasta que llegan a la gran carrera con el salto mortal que provoca la explosión de la gente reunida alrededor de los artistas, e incluso de muchos de los turistas que toman algo en las terrazas próximas. Cada tanto se acerca alguien que, antes de alejarse, deja algo de dinero, en varios casos no sin antes inspeccionar en el interior del sombrero la cantidad acumulada. Uno de ellos, un adolescente, o tal vez supere los veinte años, se acerca a dejar un billete, pero eso que está dejando no es un billete, a los ojos de un niño eso es un papel de colores, lo tira hecho un bollo en el interior del sombrero y con el mismo movimiento de la mano nos recoge, con una mueca y ojos inquietos nos secuestra, a mí y a otra pieza que me duplica en valor, los únicos pobladores de la grada privilegiada, y se va, nos vamos. 

Con paso nervioso nuestro raptor sale de la plaza, entre sus dedos veo como avanza unos metros y entra en un bar, de inmediato le pide cambio al que está del otro lado de la barra y le entrega su botín más grueso, el otro le devuelve dos iguales a mí, y las tres bailamos una danza histérica entre sus grasosos dedos, nos contempla posadas en su palma, como intentando encontrar alguna diferencia entre tres seres iguales, como consultándonos cuál de nosotras será la primera voluntaria. El tipo está frente a una máquina tragaperras y nos piensa encerrar ahí, en realidad debe pensar que dejándome a mí, o dejando las tres, la máquina le devolverá muchas más, que nos multiplicará. El alquimista idiota aquí presente no sabe que la casa siempre gana, que el propio nombre de la máquina indica el fraude, pero no pienso quedarme a observar su decepción, y mucho menos quiero quedarme prisionera de un nuevo aparato, éste de colores. Entonces sumo todas mis fuerzas y las concentro en la idea de una huída, y no sé si por la densidad de mis pensamientos o por la torpeza de sus dedos intranquilos, logro deslizarme por el canto de su mano y caigo contemplada por unos ojos enfermos, golpeo en la punta de su zapatilla y salgo disparada por debajo de la máquina, quedando entre pelos, tierra y papeles junto a la pared. Pasan unos instantes en los que veo la sombra de mi raptor en lo que seguramente es el derrotero de su búsqueda, pero parece que desiste, se oyen caer a las otras dos por pasillos metálicos y finalmente la máquina de colores le indica que la casa ha ganado. Escucho, refugiado entre la basura acumulada durante días o años aquí abajo, como golpean dos veces el trasto en un último intento desesperado y luego nada más. El bar tiene un ventilador colgante, desde donde estoy veo la sombra de sus aletas que se refleja en el techo y después en la pared, una vez, y otra vez, y otra vez.


1 comentario:

  1. "se escucha un murmullo cuya sordidez se acentúa por lo hermético de mi aislamiento, sin embargo puedo captar algunos de los variopintos sonidos propios de una plaza o parque céntricos"
    gran párrafo. me hizo acordar a Carlos Solari en su mejor época

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