"Tal vez el Edén, como lo quieren por ahí, sea la proyección mitopoyética de los buenos ratos fetales que perviven en el inconsciente. " Así habló Cortázar.

09 junio 2012

74 metros


Setenta y cuatro metros mide un rollo de papel higiénico, casi tres cuartos de cuadra. El estándar, el clásico.
Verdades como esta se descubren a cada rato, a cualquier edad. A los diez años, en la casa de Chapu, en el barrio Aeronáutico. Chapu fue amigo mío de los seis a los quince años, de escuela, de club, de calle. Compartimos mucho tiempo, jugábamos al fútbol, encarábamos minitas (?), encarábamos cada uno nuestra pequeña vida más o menos parecido, éramos amigos.

La gran diferencia entre Chapu y yo era un giro de su muñeca; una gambeta escurridiza a último momento; cierto timing (léase instinto sobrenatural de la oportunidad) para zafar de sanciones de la educación pública o de demandas vecinales por desmanes privados; un agudo sentido para salir de sus apuros manipulando escasos recursos.

Si al Chapu le gustaba una chica, no le tiraba pedazos de mesa en medio de risas de bigotes vírgenes intentando llamar así su atención, como hacíamos todos, él se ganaba su confianza, tenía onda, era un animal sensible, trabajaba la atmósfera de la mujer, con esas palabras me lo confesó a mí una vez, ya las llamaba mujer, con trece años que tenían, y al otro día de soltarme esa y otras frases, horas después de impartir una clase magistral de cómo acercarse a una chica de trece años, teniendo doce, Chapu aparecía por algún lado del buen pasto del parque que usábamos de potrero, se paraba de número diez, repartía zurda por todos lados, y si había que raspar, raspaba. No sé la verdad en qué anda Chapu, no lo tengo en Facebook, hace mucho que no voy al barrio, entonces me lo imagino gordo, gordo de cerveza, con la cabellera en visible actitud de fuga, en el sillón viendo fútbol, con los ojos grandes, bien abiertos.

Porque lo que recuerdo de Chapu es que me miraba con lo único que no tenía cubierto de papel, dos ojos grandes, vivos, diciéndome: tranquilo, seguí enrollando, quedan todavía dos rollos de setenta y cuatro metros cada uno.
Había baile de disfraces en la casa de Julieta, la piba era infumable, pero la gastronomía en las prioridades de los papás de Julieta estaba bien considerada, era una buena plaza. En cuanto a la calidad de los disfraces ni Chapu ni yo teníamos chances económicas de lucirnos, lo que dejaba nuestro honor en manos del ingenio, y como yo no tenía ingenio dejé que mi vieja me armara un disfraz de gaucho hecho en casa, cuya fidelidad a la figura que intentaba representar no hará falta discutir. Así me fui para el baile de disfraces, vestido como quien tiene que resolver una comida con un paquete de harina, dos tomates y sal.

Antes de ir a lo de Julieta quedé en pasar por lo de Chapu, al que encontré empezando a cubrirse la cabeza con papel higiénico. Mientras acababa su trabajo Chapu me comentaba las bondades de ser la Momia en el baile; me advertía de las dificultades o los secretos, los movimientos recomendados; lejos de la tierra y el pasto, cerca de sillones y cortinas; me habló de la importancia en este tipo de disfraz de mantener el tipo hasta los momentos finales de la fiesta, ¡mantener el tipo!; para el que se disfraza de momia no hay corbata de vincha a la mitad del festejo, tiró. Le faltó hacerme un pantallazo histórico de la momia como disfraz, o armar un debate sobre la larga lucha por una mayor inclusión del sindicato de momias negras.


A la vez que daba este recital, Chapu se cagaba de risa (todo lo que se puede cagar de risa un cuerpo envuelto en papel higiénico) de mi disfraz. Sus ojos, como viendo una película subtitulada en la primera fila, se enfocaban en las partes de mi precaria representación; por momentos se fijaban en los botones de la camisa blanca de gaucho, unos botones delicados que se podrían encontrar en cualquier camisa de monaguillo; de a ratos su atención viraba hacia las pinzas de las bombachas de gaucho color crema, unas bombachas gastadas (he ahí tal vez el único punto feliz del traje) que bajaban hacia unos zapatos a mitad de camino entre náuticos mal hechos y borcegos de niño explorador low cost. La mirada fragmentaria, el seguimiento desde las partes para formar el todo de mi desgracia de Chapu, explotaba en un inmenso silencio de vergüenza de ambos acompañado por unas lágrimas suyas (producto de la risa reprimida, que eran absorbidas por la capa interna del disfraz de momia); vergüenza propia la mía, ajena casi propia la suya, creo, porque Chapu fue uno de los cuatro amigos (socios, compañeros) que tuve dentro de una cancha, o en la vida que es lo mismo. Por eso creo que Chapu se sintió herido en su propia fibra cuando sus ojos llegaron al sombrero de gaucho que cerraba, o abría, o mataba, o sentenciaba mi fracaso. El gorro en sí estaba más del lado del universo de sombreros que se vieron influenciados por el de Cocodrilo Dandy, no es que el sombrero se pareciera al del astro (?) australiano, es que en caso de tener que definirlo hacia un lado o hacia el otro el espectador promedio no se hubiera inclinado por el universo gauchesco. El Chapu, Incluso, en un acto de profunda hermandad me ofreció guita para que fuera al almacén, comprara doce rollos más y me hiciera mi propio disfraz de la momia, me dijo que en una horita lo hacíamos, que mejor todavía, así llegamos un poco más tarde, que el peor momento de cualquier fiesta, sin discusión, es la primera hora, hora y pico, ¡un adelantado! Me ofreció (y ahí está lo groso del gesto) compartir disfraz: esto es como hacer de cola y cabeza de vaca, o como hacer de Batman y Robin, pero mejor porque no seríamos en el disfraz el uno complementario del otro, además no hay que elegir quién es la cola de la vaca o Robin, somos dos momias blancas, si querés nos diferenciamos con algo como un rayo o un bigote, ¿qué me decís? Preguntaban los dos ojos de Chapu desde sus recovecos circulares, ¿qué me decís?

Que no, le dije a Chapu, me negué incluso cuando desplegó su decálogo de los disfraces compartidos en el que, sin dudas, quedaba demostrada la superioridad rotunda del trabajo en equipo por sobre la individualidad, la armoniosa coordinación de voluntades sobre la improbable genialidad obnubilante personal. Me negué, le agradecí el gesto y le dije que no.
Nos fuimos a la fiesta de disfraces: él vestido de momia blanca, yo disfrazado de gaucho remendón.

Lo primero que me preguntaron cuando tocamos suelo en la casa de Julieta fue de qué estaba disfrazado. No hay cosa peor que te puedan preguntar sobre un disfraz. Es como que te pregunten si hablás inglés cuando acabás de intentarlo ¿Cómo que de qué me disfracé? ¿Acaso el blanco de la camisa y los delicados botones, o los imponentes zapatos, o el inconfundible sombrero con terminaciones australianas no son lo suficientemente claros? Lo menos ofensivo que me dijeron fue que parecía un vaquero de pueblo fantasma.

Chapu por supuesto fue la sensación de la fiesta, y para colmo de bienes, Melisa (los mejores doce años que se han hecho jamás en una mujer) se fue disfrazada de antigua faraona egipcia. En realidad Melisa se encargó de describir su disfraz ante nuestras aturdidas miradas: Soy Hatshepsut, reina-faraón, hija del Dios Amón, la primera de las nobles damas del antiguo Egipto, e hizo así bajando un poco el torso en una especie de reverencia, por eso tengo una barba postiza, aclaró sonriendo, a lo que todos dijimos que sí, que estaba claro, mientras volvíamos del hechizo. Por cuestiones de coincidencia y en medio de sonrisas Chapu y Melisa se hicieron compañía durante toda la tarde noche, y creo que unas semanas después Chapu, ya sin el vendaje, se la apretó en un baile del colegio, un crack.
Yo, a todo esto, me perdía en la soledad de la llanura que iba delimitando; en la confección de mi rancho imaginario con caballos y tranqueras, y de vez en cuando me desentendía del absurdo en el que solito me había metido para atrapar algún chip de jamón y queso o un vaso de Fanta naranja.


Así, mientras desfilaban los Dráculas (había dos), una princesa, un Bart Simpson, un Batman (sin Robin), un payaso, una Maradona y un Valderrama, un Robocop, las trillizas de oro y una Pitufina, todos de sofisticada confección; mientras mis compañeritos ostentaban la alta costura del oeste del conurbano, yo me paseaba desde la mesa en el jardín adornado con guirnaldas y globos hasta la pileta de Julieta, me asomaba e intentaba buscar en el agua quieta manchada con hojas de sauce el reflejo del gaucho frustrado, rebuscaba ahí el espacio para la gambeta a último momento y no lo encontraba, intentaba encontrar en mi imagen el giro de la muñeca exacto de Chapu, que bajo la escalera que llevaba a la planta alta de la casa de Julieta, vestido con calzoncillos blancos y muchos metros de papel, mi amigo Chapu, a estas alturas de mi fracaso, ya se estaba asegurando el cariño de su diosa.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios